La sombra del divorcio

Donde los divorcios son muchos incluso los casados son más propensos a quitarse la vida

Durkheim recogió más de veinte mil historias de final sombrío y vio en ellas un patrón obstinado: los divorciados se quitaban la vida con una frecuencia tres y hasta cuatro veces mayor que los casados, aun siendo de la misma edad, y más todavía que los viudos, pese a que éstos no eligen su soledad. Tenía que haber, concluía, algo en el acto de divorciarse, un veneno moral o un peso material, que abría la puerta a la resolución última.

El viudo soporta un golpe brutal, la pérdida no buscada y el vacío que le trastorna. Sin embargo, se mata menos. El divorciado, más joven muchas veces, más libre en apariencia, se acerca con mayor facilidad al abismo. En esa paradoja late el secreto: el divorcio no es un simple trámite legal, sino una grieta que abre en el espíritu un corredor hacia la nada.

El que se suicida tras el divorcio llevaba ya consigo la fragilidad en el matrimonio, añadía el sociólogo. No fue la separación la que sembró el germen, sino una forma de unión torcida, incapaz de sostener, generadora de tensiones que sobreviven incluso al acto de romper. El matrimonio, entonces, no era un refugio, sino una semilla de ruina que al quebrarse estalla en forma de desesperación.

El suicidio del divorciado es la sombra que proyecta un matrimonio mal fundado. Allí donde el vínculo ahoga en vez de nutrir, el final se gesta antes de la ruptura, y el divorcio es sólo el chispazo imprescindible que enciende la mecha. Allí donde abundan los divorcios abundan también esos matrimonios enfermos, dispuestos a parir desesperación. Así como donde hay muchos suicidios hay muchas tentativas, también donde el divorcio se multiplica crece la inclinación a separarse. Los números visibles no son más que la espuma; bajo ella late una corriente más honda, invisible y peligrosa.

Y sucede algo más perturbador, a saber, que en los países donde el divorcio es frecuente, incluso los casados, los que aún conservan su hogar, muestran mayor propensión a quitarse la vida que en las naciones donde no existe la disolución legal del vínculo. Italia, sin divorcio, guardaba mejor a sus esposos; Francia, con divorcio libre, mostraba una fragilidad inquietante. La inmunidad que el matrimonio otorga a los cónyuges crece o mengua según la facilidad con que pueda romperse.

Las causas no pueden ser fisiológicas ni mentales. Si así fuera, solteros y casados compartirían la misma suerte. Pero la estadística dice lo contrario: son los casados, los que un día pronunciaron el sí, quienes caen más a menudo en la desesperación.

Y lo más extraño de esto es que la mujer no sólo no está más expuesta, sino que en realidad se ve favorecida. Donde no hay divorcio, ella resulta menos protegida que el marido; donde lo hay, sucede lo inverso, que él pierde resguardo mientras ella lo gana. Italia ofrecía un ejemplo; Francia, el contrario. En las sociedades donde el divorcio se multiplica, la mujer mejora en proporción al hombre y el hombre empeora en proporción a ella, como si una ley secreta girara la balanza.

Aún hay otra sorpresa y es que en las naciones sin divorcio, el matrimonio empeora la suerte de la esposa -su riesgo de suicidio crece al unirse- mientras que fortalece al esposo. Donde hay divorcio, la proporción se invierte. Ella mejora y él decae. El clímax de este desequilibrio se alcanza, precisamente, en los países donde el divorcio es más frecuente.

De aquí surgen dos conclusiones. La primera es que en tierras de divorcio numeroso sólo los maridos empujan al alza la estadística de suicidios, pues las esposas, por el contrario, hallan en esa misma institución un escudo inesperado. La segunda es que no son las querellas domésticas las que producen el mal. Si así fuera, la mujer estaría tan expuesta como el hombre. Pero la realidad muestra que es ella quien más a menudo pide la separación, señal de que las discordias suelen proceder de él. Y, sin embargo, es él quien se mata.

Una sola explicación queda. El divorcio, al trastocar la arquitectura del matrimonio, introduce en el corazón masculino un germen de desamparo, una semilla que puede florecer en desesperación. No es la disputa, ni la dolencia, ni el azar. Es el orden social del matrimonio, herido en su raíz por el divorcio, el que en ciertos hombres enciende la tentación de entregarse al silencio definitivo

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