Masahiro Mori, en los días de vinilo y neón del siglo XX —cuando los hombres soñaban con androides y las ciudades aún olían a gasolina—, propuso una idea que parecía sacada de un cuento de fantasmas para ingenieros: la teoría del valle inquietante. Decía Mori que cuando una máquina se acerca demasiado a parecer humana —cuando nos devuelve la sonrisa, mueve los ojos, alza una ceja con gesto casi hermano— hay un punto donde la familiaridad se quiebra. Y lo que antes era simpatía se convierte en desasosiego. Es una línea invisible, como una grieta en el suelo que se abre justo bajo nuestros pies. Un susurro en el alma que nos dice: “Esto no es del todo humano… pero casi”. Y ese “casi” es lo que inquieta.
Aquel día, un día cualquiera, si uno se limita al paso del sol por la columna de aquel patio, Tomás de Aquino se encontró con lo imposible. No lo imposible en su forma estruendosa, como un trueno en mitad del sermón, sino lo imposible de andar por casa: una cabeza que hablaba sin cuerpo, sin alma aparente, sin el soplo de Dios detrás del aliento. Algo así como si una muñeca se levantara a medianoche y empezara a recitar a Cicerón. Y lo primero que pensó aquel buen Tomás fue que aquello no debía estar ocurriendo, no podía estar ocurriendo, y si ocurría era cosa del diablo. El corazón, un tambor antiguo que late en el pecho, se le encogió como se encogen los viejos relojes de péndulo cuando el tiempo se rompe.
La cordura, claro está, viene del corazón: cor-dura, firmeza del corazón. Y cuando se zarandea lo que uno cree saber del mundo, que la sangre va por las venas, que los cuerpos hablan y no las cabezas sueltas, todo el tejido de la realidad empieza a deshilacharse, como una alfombra persa vieja bajo el viento de lo nuevo.
Alberto Magno, en cambio, era otra clase de criatura. Uno de esos hombres que viajan más allá de las columnas de Hércules de la mente. Explorador, sí, pero de los que no sólo buscan nuevas tierras, sino que construyen los mapas con tinta de incógnita. Durante treinta años había guardado su secreto como los alquimistas guardan su oro: con temor, con un cierto orgullo, con una pizca de ternura. Quizá supo desde el principio que lo suyo no era un simple artefacto, sino un espejo. Y no hay espejo más cruel que aquel que se parece demasiado a nosotros.
Así llega a escena Masahiro Mori, el japonés silencioso que dibujó un valle con tinta invisible. No un valle de amapolas, sino uno más oscuro, más profundo, que se abre justo cuando un robot se acerca demasiado a parecer humano. Hay un punto, decía Mori, en que el parecido deja de fascinar y empieza a repugnar. Como si al alma le doliera el plagio. Como si los huesos, desde lo más hondo, recordaran que hay cosas que no deben imitarse.
Imaginemos una línea. En un lado, una tostadora. En el otro, tu hermana. En medio, un muñeco que parpadea, que mueve los labios como si supiera lo que está diciendo, que tiene la piel fría del plástico maquillado. A medida que esa cosa se parece más a ti, uno empieza a sonreír. Hasta que de pronto, ¡zas!, la sonrisa se hiela. Hay algo en la mirada, un parpadeo torpe, un gesto que no encaja. Y entonces llega el escalofrío. El valle. El susurro ancestral que dice: “Esto no es de los nuestros”.
Freud lo llamó das Unheimliche, lo siniestro. Mori, más prudente, lo llamó inquietante. Pero el efecto era el mismo: el alma retrocedía. Y no por capricho, sino por defensa. Como los pájaros que se alejan del espantapájaros que se mueve demasiado bien.
Pero no todo es sombra en ese valle. Algunos, como los diseñadores de manga, encontraron un sendero entre las piedras. Dibujaron robots sin cara, con grandes ojos y movimientos danzarines. Robots que no fingían ser humanos, sino que jugaban a ser otra cosa. Astroboy, Asimo, Gundam… criaturas abstractas que despertaban simpatía sin usurpar el lugar del hombre. Era como si la infancia, ese reino donde todo puede hablar, hubiese venido a tender la mano a la robótica.
En esa línea, Asimo se convirtió en el embajador de los autómatas bien criados. No hablaba demasiado. No fruncía el ceño. Caminaba, servía té, hacía reverencias. Y, sobre todo, no daba miedo. Era pequeño, como un niño astronauta, y su cara no decía nada, lo cual era un alivio. En Japón lo recibieron con afecto, casi con cariño. En Australia, con precisión mecánica. Y en ambos casos, funcionó. Porque, quizá, lo importante no era que pareciera humano, sino que no pretendiera serlo.
Hay algo aquí, una lección tal vez, o una advertencia, quizás un poema, que late entre las líneas de código y las arrugas de la piel. Puede que los humanos lleguemos a amar a los robots, pero a condición de que no nos mientan. Puede que aceptemos a las máquinas cuando no intenten ser nuestros reflejos, sino nuestros compañeros.
Y, al final, tal vez todo esto se reduzca a una vieja pregunta con ropajes nuevos: ¿qué nos hace humanos? ¿Es el gesto? ¿La voz? ¿El temblor en la mirada? Tal vez, como sugería Mori, el valle inquietante no sea un problema técnico, sino una oportunidad filosófica. Una grieta en la montaña por donde asoma, tímida, la posibilidad de entendernos mejor a nosotros mismos. Porque en el fondo, y a pesar de toda la ingeniería, lo que nos perturba no es el robot. Es el parecido. Es vernos a nosotros mismos, imperfectos y repetidos, en el espejo de una máquina que casi, casi, nos ha alcanzado.
