La teoría del Big Bang, si bien guarda una tenue similitud con la cosmogonía estoica, es en realidad su opuesto; ningún modelo antiguo, ni siquiera el atomista, se asemeja al actual. Aunque Descartes y Galileo fueron precursores necesarios, sus escritos no vislumbraban el concepto de universo que las ciencias físicas modernas han transformado desde la raíz, revolucionando la visión tanto de antiguos como de modernos.
Por más convincente que pueda parecer la percepción de un mundo estable, las ciencias físicas revela lo contrario. Dejando de lado la cosmogonía del Big Bang y la proyección del universo en el tiempo, la colaboración entre las ciencias y las matemáticas ha dado forma a dos grandes sistemas de ideas que podríamos denominar “teoría de lo grande” y “teoría de lo pequeño”, íntimamente ligadas para ofrecer la visión actual de la realidad material.
La teoría de lo pequeño sostiene que el universo está compuesto por partículas subatómicas –electrones, positrones, neutrones, quarks– cuyas dimensiones son tan minúsculas como una millonésima de milímetro, capaces de interacciones violentas y de formar átomos mediante uniones impensables para la imaginación común. Aunque la materia nos parece continua, en realidad es discontinua y repleta de vacíos. En el universo, el vacío prevalece ampliamente.
Este modelo se basa en la premisa de que la diversidad de la realidad material puede explicarse por la existencia de unas pocas partículas elementales. Si bien se creía en los años cincuenta que estas eran el electrón, el neutrón, y el protón (y sus contrapartes de antimateria), la posterior aparición de centenares de partículas subnucleares desafió esta simplicidad. En los setenta, el descubrimiento de los quarks parecía señalar el fin de la búsqueda, pero el hallazgo de tres familias de quarks y la sospecha de una cuarta ha llevado a los físicos a seguir persiguiendo el ideal filosófico de simplicidad fundamental.