Lévy-Bruhl fue, ante todo, un filósofo. Aunque no ajeno a las preocupaciones de la sociología de su tiempo —y contemporáneo, incluso colega, de Durkheim— su atención no se centró en las instituciones, sino en las formas de pensamiento. Lo que le interesaba no era tanto cómo vivían los hombres, sino cómo pensaban. Y no cómo pensaban los sabios, sino aquellos que el Occidente ilustrado llamaba primitivos.
La lógica, o más bien la forma de razonar de esos pueblos, fue para él la clave del enigma. De ahí que sus dos primeros libros, Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures y La mentalité primitive, contengan lo más esencial de su pensamiento. En ellos trazó una tesis tan original como provocadora: que el pensamiento de los pueblos llamados primitivos no puede entenderse desde las categorías de la lógica moderna, porque se rige por otras, profundamente diferentes.
Como Durkheim, criticó a la escuela inglesa por intentar explicar los hechos sociales desde procesos psicológicos individuales. Aquellos pensadores —Spencer, Tylor, Frazer— partían de la conciencia personal como si fuera autónoma, ignorando que el pensamiento de un individuo se configura, en buena medida, por las representaciones colectivas que hereda de su comunidad. Para Lévy-Bruhl, el pensamiento individual no es un fenómeno aislado, sino una función social, y sus categorías están modeladas por la cultura que lo rodea. En cada tipo de sociedad, hay una forma característica de pensar.
De este principio deduce su distinción fundamental: existen —dice— dos grandes tipos de sociedad humana, y por tanto, dos mentalidades: la primitiva y la civilizada. La mayor parte de los estudiosos anteriores habían buscado parecidos entre ambas; Lévy-Bruhl quiso, por el contrario, destacar sus diferencias. Ese gesto constituyó su originalidad, y también el blanco de muchas críticas.
Nosotros, los occidentales, llevamos siglos ejercitándonos en el análisis, en la deducción rigurosa, en la explicación natural de los fenómenos. Cuando algo no lo comprendemos, lo atribuimos no a una fuerza oculta, sino a una laguna en nuestro saber. En cambio, el pensamiento primitivo —afirma— se orienta espontáneamente hacia lo sobrenatural. No busca causas físicas ni se satisface con mecanismos observables. Su mundo está entrelazado por una red de influencias invisibles, de presencias místicas, de vínculos ocultos que no se demuestran, sino que se presuponen.
Cito:
“Objetos y seres se encuentran insertados por igual en un entramado de participaciones y exclusiones místicas. Son estas las que constituyen su textura y su orden. […] Si un fenómeno le interesa, […] pensará inmediatamente […] en un poder invisible y oculto del cual ese fenómeno es una manifestación.”
Esta idea de participación mística —clave en su teoría— le llevó a afirmar que las categorías con las que razona el hombre primitivo son prelógicas: no por falta de razón, sino por operar con otros supuestos. Razona, sí, pero desde premisas ajenas a la lógica aristotélica. Cree, por ejemplo, que una sombra puede contener un alma, no como metáfora o superstición añadida, sino como parte misma de la percepción. La sombra no simboliza: es. La creencia no se añade a la experiencia: la estructura desde dentro.
Estas representaciones místicas no surgen del objeto observado, sino que lo preceden. No es que el hombre primitivo vea primero un fenómeno y luego lo interprete: es que lo ve ya penetrado por una significación sobrenatural. Sus categorías —dirá Lévy-Bruhl— no son críticas, ni verificables, ni sensibles a la contradicción. Y sin embargo, poseen su propia lógica: una lógica interna, socialmente determinada y colectivamente compartida.
Por eso su pensamiento no es ilógico, sino prelógico. Y sus ideas no son personales, sino compartidas. Son representaciones colectivas, que la comunidad transmite como parte de su herencia simbólica. Así como nosotros nos orientamos por categorías científicas, ellos lo hacen por fuerzas, presencias, ritos, correspondencias invisibles.
Muchos antropólogos le acusaron de exagerar. Pritchard, más comprensivo, trató de explicar con justicia lo que Lévy-Bruhl entendía por “mentalidad”, “prelógico” o “místico”. No se refería a una incapacidad de razonar, sino a un tipo distinto de razonamiento: razonable dentro de otro universo conceptual. Uno en que la sombra es el alma, en que el padre toma la medicina que sanará al hijo, en que cruzar una llanura a mediodía puede acarrear la muerte, porque la sombra —el alma— se ha quedado atrás.
Lévy-Bruhl no quiso explicar el origen de la religión ni de la magia. No propuso una génesis causal, sino un análisis estructural. No escribió “así fue”, sino “así se piensa cuando se cree”. Su objetivo no era disolver la magia, sino comprenderla como sistema.
Pero su tesis principal —la diferencia cualitativa entre pensamiento primitivo y pensamiento civilizado— resultó, al fin, insostenible. Si fuera cierta en su forma más extrema, apenas podríamos comprender a los pueblos que estudia. Ni aprender sus lenguas, ni compartir con ellos experiencia alguna. Y sin embargo, los comprendemos. Los entendemos porque, en el fondo, no hay dos mentalidades cerradas y absolutas. Ni nosotros somos tan científicos como él creyó, ni ellos tan místicos como quiso mostrar.
Hoy sabemos que los pueblos llamados primitivos razonan, cuando se trata de asuntos prácticos, con gran sentido empírico. Que no todo objeto convoca representaciones místicas, y que éstas dependen del contexto, del uso, del ritual. Que puede convivir una explicación mágica con otra causal sin que se excluyan mutuamente. Como en nosotros, también en ellos hay contradicción, mezcla, grados, ambigüedad.
El contraste que propuso Lévy-Bruhl fue útil, pero desproporcionado. Quiso trazar una frontera nítida, cuando el pensamiento humano —primitivo o moderno— se mueve siempre en zonas de penumbra, donde lo racional y lo simbólico, lo físico y lo invisible, no se repelen sino que se entrelazan.
