Viejos

A principios del siglo XVIII moría la mitad de los niños antes de cumplir los 15 años; llegar a los 25 era un éxito y la plenitud de la vida rondaba los 40 o, a lo sumo, los 50 años. A finales del XX más del 83% llegaba a los 65 y más del 28% a los 85.

Si de la investigación de las células madre nace una tecnología aplicable a la población en general, o a quienes puedan pagarla, se podrá regenerar cualquier tejido y alargar la vida mucho más allá de los 100 años, lo cual puede generar efectos benignos, pero también efectos indeseables.

Uno indeseable es el aumento de las enfermedades asociadas a la ancianidad, por ejemplo el Alzheimer. Una de cada 100 personas de 65 años es probable que padezca Alzheimer en la actualidad y una de cada seis de 85. Si la edad media se alarga hasta los noventa o cien años, habrá un incremento notable de esta enfermedad.

Lo cierto es que nadie quiere morir, que todos queremos aplazar el momento de la muerte el máximo tiempo posible. Pero vivir entre congéneres cuya esperanza de vida sea de 150 años, donde sólo una exigua minoría se dedique a procrear, donde se haya interrumpido el ciclo de nacimiento, madurez y fallecimiento, donde convivan cinco generaciones en vez de las tres actuales, donde una pareja de 30 años coexista con 28 ancestros -cuatro de ellos con Alzheimer-, donde los ancianos con buena salud estén dispuestos a competir por el status social, la dirección de las actividades económicas e incluso intervengan en la lucha sexual merced a los fármacos que estimulan el deseo, donde el sistema de herencia se detenga indefinidamente, etc., parece introducirnos en una era para la que muchos no estarán preparados.

Si la muerte se aplaza indefinidamente los niños apenas serán necesarios para sustituir a los fallecidos y el cuidado que habría que dedicarles se desplazará a los abuelos y bisabuelos que no puedan ayudarse a sí mismos. De hecho, esto es algo que está sucediendo actualmente en muchas familias.

Cambiará seguramente la relación con la muerte si deja de verse como una faceta ineludible de la vida y se percibe como algo que puede vencerse, igual que una enfermedad leve. ¿Seguirán estando los hombres dispuestos a las grandes gestas, a los actos de heroísmo que cantan las epopeyas? ¿Sobrevendrá el hastío insoportable o continuará el aferrarse desesperadamente a la vida? Para quien sabe que ha de morir cada acto es irrepetible, único. Para quien cree que va a vivir una vida indefinida cada experiencia es un calco de otra que ya ha tenido. Con estos efectos tiene que ver la extensión de la legislación de eutanasia.

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