De un ser que se limita a ser extenso y a existir apenas, sin ninguna otra peculiaridad, no obtiene la inteligencia más que la idea de la inercia, de la inacción sobre otros y sobre sí. Pero sucede que también obtiene su opuesto, la idea de acción, como de la noción de la mano izquierda pasa a la de la mano derecha. Esa idea se refiere a un ser que sea origen de sus cambios propios y que pueda a su vez originarlos en otras cosas, un ser que decide sus transformaciones y es dueño de ellas. Como entre esas transformaciones hay que contar el sentir, querer y pensar, la idea del dominio de los cambios propios incluye los sentidos, la voluntad y la inteligencia. No otra cosa es un ser vivo, algo que la extrema abstracción cartesiana, que llevó a una concepción mecanicista del universo, impedía concebir.
Reténgase ese mínimo concepto de la vida como capacidad de actuar por sí sobre sí, como la posibilidad de liberarse del devenir que rige para todos los objetos materiales, incluidos los vivientes. Sobre ese mínimo concepto hay que levantar el edificio de la psicología racional, que atiende a los principios y deja para la psicología empírica las vidas particulares y sus avatares. Ese mínimo se muestra de modo evidente en las plantas. Por ellas comienza para nosotros el ciclo vital.
Reténgase también que la filosofía se interesa por el ente móvil o por la movilidad del ente. Ni una sola cosa es inamovible, antes al contrario, todas están en constante transformación. Pero sucede que, si la física cartesiana es una descripción acertada de los cuerpos y la extensión, entonces la probabilidad de que algo se mueva a sí mismo tiende a cero. De ahí el asombro que produce la mera existencia de seres vivos. ¿Cómo no sentir la misma extrañeza de Monod y Popper ante un hecho insólito como éste?
Cuatro siglos antes que Descartes comenzara a vivir, santo Tomás había levantado acta de este hecho extraño. Vivir es, según él, es un apelativo que debe reservarse para aquellos seres que, obrando según su naturaleza, se mueven por sí mismos[i]. Que lo diga en un pasaje dedicado a explicar en qué consiste la vida de Dios corrobora lo dicho más arriba y sirve de guía en estas meditaciones. Dios es el Libre Absoluto de toda necesidad impuesta por la materia, el que no recibe un solo influjo del exterior, la vida en estado puro. Aristóteles concuerda con santo Tomás en cierto modo, toda vez que pensaba que el Primer Motor Inmóvil era el Ser al que todo tendía y movía a todo “como el amado al amante”, el final de una escala de seres que se orientaban hacia Él.
En el peldaño inferior de la escala de los vivientes pone Aristóteles a las plantas. Un árbol, aun sometido a acciones externas como la humedad o el viento, actúa por sí mismo. No crece por acumulación de materia, como una roca, sino por desarrollo de lo que él es, que le impulsa a asimilar elementos externos.
Sobre la planta y sobre cómo es el primer peldaño en la liberación de la necesidad material hablaré en el próximo artículo.
[i] Aquino, Tomás de, Suma de teología, I, Parte I, q. 18, a. 2, p. 239.
