Febrero de 1936: Comisión de Actas y fraude electoral

Entre los sucesos que con mayor fuerza conmovieron la estructura de la República Española antes de su trágica disolución, cuéntase por los más notables la elección general celebrada a dieciséis días del mes de febrero del año de mil novecientos treinta y seis, la cual, más que ventura de concordia, fue semilla de disensión y puerta de ruina. Porque lo que había de ser pleito noble entre ciudadanos, disputado en las urnas con armas legales y espíritu pacífico, tornóse en trama disimulada y artificio bastardo de despacho, obrada con el auxilio de aquella Comisión llamada de Actas, a quien correspondía, en buena ley, juzgar imparcialmente los litigios surgidos del escrutinio.

Mas no se siguió el recto camino. Gobernaba entonces la izquierda, bajo el nombre de Frente Popular, coalición en que se mezclaban partidos diversos, todos concordes en querer trastornar el estado presente. Esta coalición, habiendo logrado preponderancia en diversas provincias, usó su fuerza no sólo para granjear votos, mas también para enturbiar el curso del proceso electoral. Y si bien en el día del sufragio se manifestaron indicios de parcialidad y abuso, lo más grave vino después, cuando los escrutinios hubieron de ser revisados.

Pues en lugar de ser árbitro equitativo, la Comisión de Actas se tornó instrumento del vencedor, obrando más como mano ejecutora que como juez. Así, anuláronse sin causa manifiesta diversos escaños ganados por los candidatos de la derecha, al tiempo que confirmábanse sin examen aquellos que favorecían al Frente Popular. Acusaciones hubo, sí, mas las unas basadas en pretextos nimios, las otras sin prueba, y todas sin oportunidad de verdadera contradicción. En este modo, se forjó una mayoría artificial que excedía en número la proporción que las urnas hubieran concedido.

Es de señalar que dicha mayoría permitió al nuevo Congreso proceder a mutaciones de gran calado sin necesidad de pactos ni consensos. Y fue ello causa de que se destituyese al presidente Niceto Alcalá-Zamora, un político que, por más que no agradase a todos, buscaba templar los ánimos y mantener el equilibrio de la nave republicana. Su remoción abrió el paso a una mayor radicalización y a políticas que sembraron temor y desesperanza en gran parte del país.

En su bien fundado estudio titulado 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, los profesores don Manuel Álvarez Tardío y don Roberto Villa García muestran, con abundantes testimonios y documentos, cómo aquella elección fue, no ya expresión de la voluntad del pueblo, sino conjunción de intimidación, artificio y abuso. Relatan cómo en diversos distritos se usaron medios contrarios a la equidad: presiones sobre votantes, alteración de actas, manipulación de resultados. Y confirman que la Comisión de Actas no fue sino correa de transmisión de este designio.

Añaden los dichos autores que no fue menor el clima de violencia política, que tanto precedió como siguió al acto electoral. Hubo agresiones, disturbios y hasta muertes. Todo ello no hizo sino agravar la ruptura del tejido civil y ahondar la desconfianza de unos ciudadanos hacia otros, como si ya no cupiese la esperanza de un entendimiento leal dentro de la ley.

No es menester ser augur para entender que tales hechos precipitaron el ánimo de muchos hacia la desesperación o la rebelión. La derecha, sintiéndose excluida y burlada, retiró su confianza en el régimen. Las conspiraciones militares, que ya hervían soterradamente, hallaron mayor justificación en la corrupción del proceso. Aunque no pueda afirmarse que el alzamiento armado del mes de julio fuese consecuencia directa de la elección viciada, no cabe duda de que ésta fue uno de sus principales antecedentes y una razón poderosa que llevó a muchos a la persuasión de que el régimen había dejado de ser legítimo.

Así pues, lo que debía ser manifestación de la soberanía popular se trocó en fraude; lo que debía ser consuelo de la patria, fue su enfermedad. Y la Comisión de Actas, que naciera para custodiar la justicia del voto, vino a ser su verdugo. Bien puede afirmarse que allí comenzó el fin de la Segunda República. Tal es la enseñanza que deja este capítulo amargo: que la democracia, sin respeto a sus propios principios, degenera en tiranía; y que el fraude, cuando no es corregido, abre la puerta al conflicto y a la sangre.

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