De la disuasión al conflicto: un informe neoconservador sobre Irán

La doctrina neoconservadora, hija legítima del racionalismo político más intervencionista, parece que ha abandonado su aparente letargo, arropada por los acontecimientos que desde el pasado mes de mayo estremecen los equilibrios del Cercano Oriente.

El informe intitulado Restoring Deterrence: Destabilising the Iranian Regime, producido por la sociedad angloamericana llamada The Henry Jackson Society, recoge en veinticuatro páginas el espíritu de aquella vieja escuela que, desde los días de John Bolton y otros ideólogos del segundo Bush, abogaba no por el apaciguamiento, sino por la intervención preventiva como método de gobernanza geoestratégica. Su diagnóstico es perentorio: ha fracasado la estrategia disuasoria que pretendía contener a Irán mediante acuerdos, pactos y redes diplomáticas. Por el contrario, afirman sus autores, el régimen teocrático ha cobrado iniciativa y fuerza, configurando a su alrededor un sistema de alianzas militares, ideológicas y tecnológicas de doble faz: por un lado, una política de “unificación de frentes”, apoyada en sus milicias proxy; por otro, un cerco activo a Israel mediante lo que se ha denominado el anillo de fuego.

Este cerco no es imaginario. Se apoya en la dispersión estratégica del poder iraní a través de cuerpos intermediarios como Hezbolá, los hutíes del Yemen o las milicias chiitas de Irak. Pero lo que resulta más inquietante a juicio de los autores del informe no es tanto esta táctica envolvente, cuanto la pasividad de Occidente frente a ella. La administración estadounidense, en su afán por evitar una conflagración regional, no habría hecho sino pavimentar el camino hacia una guerra abierta, permitiendo a Irán avanzar en su programa nuclear sin castigo ni freno.

La doctrina que así se expone no propone, como antaño, una transformación liberal del régimen iraní a la manera de los experimentos fallidos en Irak o Afganistán, sino una desestabilización metódica que incapacite al Estado persa para hacer daño. Tal objetivo se traduciría en una serie de operaciones: ciberataques, sabotajes industriales, eliminación de figuras clave del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, destrucción de infraestructuras críticas, incluidas las nucleares, y eventualmente, la reconsideración tácita del uso de armamento de disuasión máxima, a saber, misiles Jericó con capacidad nuclear.

El pensamiento político que aquí se deja entrever, más que declararse, se funda en la idea de la inevitabilidad del conflicto como horizonte racional. Si Irán está a punto de alcanzar la condición de potencia nuclear, se sigue, según los autores, que toda vacilación deviene culpable. Se invoca la necesidad de restablecer la disuasión como si esta fuese un equilibrio natural alterado por la benevolencia estratégica del pasado. Ahora bien, ¿qué significa “restaurar” la disuasión cuando ya no se trata de dos bloques opuestos sino de un actor descentralizado, tentacular y difícilmente atribuible?

Las páginas finales del informe, al enumerar con precisión quirúrgica los blancos a atacar, revelan no sólo una estrategia sino casi un manual de campaña. Los ataques de junio sobre Rafah, los bombardeos sobre instalaciones en Teherán, las ofensivas cibernéticas sobre el sistema financiero iraní, se inscriben, en efecto, como ecos premonitorios de este texto. Mas si todo esto aconteció bajo la administración Trump, ¿cabe acaso hablar de una vuelta del neoconservadurismo, bajo una forma renovada y pragmática, no ya para democratizar, sino para paralizar?

Con prudencia se evita hablar de cambio de régimen, pero la lógica del texto apunta a ello como desenlace plausible. ¿Es que la historia, burlona, ha de repetir bajo nuevos ropajes los errores del pasado? ¿O bien esta vez, aprendidas las lecciones de Bagdad y Kabul, se persigue no conquistar, sino fragmentar al enemigo?

Tal es el dilema que asoma tras la lectura de este informe. Pues si Irán se ha hecho fuerte, lo ha sido gracias a la indecisión estratégica de Occidente. Si ha estrechado lazos con Rusia y China, ello pone en peligro el orden liberal internacional. Y si ha tejido un cerco activo a Israel, parece lógico, desde esta lógica dura, responder con fuego al fuego.

Mas no se olvide que el pensamiento político prudente,  aquel que los antiguos llamaban phronesis, exige más que planes tácticos: requiere visión histórica, conciencia de las consecuencias y medida en el uso de la fuerza. Y si en verdad se está cumpliendo un designio neoconservador, urge preguntar, como Varrón a César: Cui bono? ¿A quién conviene la guerra que se avecina?

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