El templo de las musas

En la Antigüedad se erigieron templos a las Musas, mas no museos. Aquellas divinidades, que en un principio fueron ninfas de fuentes escondidas, pasaron a ser guardianas de la música, la poesía, la tragedia y la historia. Se decía que su culto nació en las cercanías del Helicón beocio, donde un recinto con estatuas guardaba su memoria. Desde allí, un macedonio llevó la devoción a Tespis, donde se celebraban festivales solemnes, mientras el Parnaso les consagraba sus cumbres. Pitágoras les ofreció un templo en Crotona para inspirar concordia, los atenienses levantaron otro junto a la Academia, y hasta los espartanos las invocaban antes de la batalla. Roma acabaría compartiendo su altar con Hércules, como signo de la fusión entre fuerza y palabra.

No hay canto grande que no invoque a las Musas: desde el solemne arranque de la Ilíada hasta Virgilio, Dante, Milton o Shakespeare. Homero fijó su número en nueve; Hesíodo convirtió ese número en dogma poético. Cada una con su dominio, desde la epopeya hasta la astronomía, fueron la personificación de la inspiración. Su alimento eran libaciones de miel y leche, dulzura terrestre ofrecida a lo divino. La Biblioteca de Alejandría, regida en sus últimos años por Hipatia, se erigió cerca de un mouseion, pero ese nombre no designaba aún lo que hoy entendemos como museo. Era un santuario de la memoria poética, no una colección histórica.

El museo, tal como lo concebimos hoy, era imposible para los griegos y los romanos. Ellos carecían de la noción lineal del tiempo que nuestra modernidad ha levantado como arquitectura de la historia. Para conservar objetos con sentido histórico hace falta concebir el pasado como distinto del presente y orientado hacia el porvenir. Los antiguos, en cambio, vivían instalados en el instante. Contaban los años según las olimpiadas o los arcontes, pero sin verdadera conciencia de cronología. Un contrato acordado el 500 a. C. obligaba a los firmantes para cien años; por tanto era también obligatorio para sus descendientes; pero no tenía fecha, de modo que en cuanto pasó una generación sobre nadie caía aquella obligatoriedad. Esa despreocupación no era torpeza, sino un modo de habitar el presente. Para ellos, fechar la guerra de Troya habría sido un exceso de erudición, casi un desatino. Solo en el siglo XIX, con Schliemann, nuestra obsesión arqueológica quiso precisar aquello que ellos dejaban en la penumbra del mito.

Los “historiadores” antiguos no eran tales en nuestro sentido. Tucídides, Polibio o Tácito escribían más como estadistas que como cronistas del pretérito. Relataban lo inmediato, y cuando retrocedían en el tiempo caían en incertidumbres y fabulaciones. De ahí que figuras como Licurgo, Bruto o los reyes primitivos de Roma se desdibujen entre mito y leyendas. Su historia es siempre presente, nunca pasado. San Agustín recuerda a Varrón, que hubo de dividir a los dioses en ciertos e inciertos, porque muchos ya eran meros nombres, de los que queda memoria precisamente por san Agustín.

Nosotros, en cambio, hemos hecho del tiempo un eje rector. El niño moderno aprende desde la escuela a situarse en la cúspide de una flecha histórica que arranca en “los comienzos del mundo” y avanza hasta su propia biografía. A eso va luego al museo, a comprender que la línea de la historia conduce hasta él. Ese y no otros es el fin de nuestros museos. El griego era; nosotros estamos siendo. Ellos tenían mitos, nosotros tenemos museos.

La India antigua ofrece un contraste aún más radica;: su filosofía, anónima y atemporal, se escribe como sueño. Carece de cronología, de biografías de autores, de evolución del pensamiento. Sus textos parecen flotar fuera del tiempo, igual que el ideal del nirvana, que es abolición de toda sucesión. Roma tampoco conoció un sentido histórico riguroso; Europa, en cambio, lo ha cultivado hasta la obsesión. Por eso el museo es invención moderna: porque requiere conciencia de memoria y proyecto, requiere organizar objetos como testimonios de un tiempo que ya no es y de un tiempo que vendrá.

En suma, para griegos, romanos e indios, el tiempo se negaba; para nosotros, el tiempo se archiva. Ellos vivieron en el presente eterno, nosotros coleccionamos pasados. Y por eso, mientras ellos tuvieron templos de las Musas, solo nosotros tenemos museos.

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