Cuando una chispa se ve en la noche

Imagínese usted una ciudad cualquiera, gris como la ceniza de un cigarro viejo, una ciudad donde las gentes caminan sin mirar el cielo, donde las fachadas no hablan y los relojes no cantan. Y de pronto, en mitad de esa ciudad, alguien deja caer una pincelada roja en un muro agrietado. Un soplo de música brota entonces entre las ventanas cerradas, una estatua se alza en la plaza como si fuera un ángel caído que intentara, por fin, volver a levantar el vuelo. Y algo sucede. Un estremecimiento recorre la calle, los viandantes se detienen, una anciana se persigna, un niño se ríe, sin que nadie sepa por qué. Pero todos lo sienten: algo ha cambiado.

Eso, querido lector, eso es el arte. No es una cosa, sino un temblor, no es un objeto, sino una promesa, una promesa diferida, como las cartas que nunca llegan o los trenes que se esperan en estaciones vacías, pero es una promesa viva. El arte es la carta de amor que el mundo se escribe a sí mismo cuando ya no cree en el amor. Y aun así la escribe.

Eugenio Trías, ese explorador del límite, lo dijo con palabras más filosóficas, más precisas, pero lo que quiso decir se resume en una imagen: el arte es una chispa, una chispa que, aunque no incendie todavía el bosque, ya perfuma el aire con la sospecha del fuego.

Porque ¿qué hace el arte sino mirar a la muerte y responderle con una forma, con una figura, con una melodía que le dice: “No te creo”? Es un desafío hecho de belleza, un guiño a la eternidad desde la más frágil de las materias: la palabra, el color, la curva del mármol, la nota suspendida en la última página de una partitura.

Y sin embargo, (ahí está la ironía, la trampa, la llama) el arte nació, nos dice Trías, en el tiempo mismo en que se intentó matar a los dioses. Cuando la razón se coronó reina, cuando el Mito fue arrojado a los sótanos como si fuera un viejo loco que ya no interesaba, cuando el Ritual fue cambiado por la Máquina y el Ceremonial por el Progreso, ahí mismo, en ese funeral de lo sagrado, nació el arte moderno.

¿Y no es eso, en el fondo, lo más extraño? Que aquello que pretendía desencantar el mundo acabara siendo el último conjuro. Que el arte, nacido del escepticismo, terminara siendo su antídoto. Como un brujo que no cree ya en hechizos, pero que un día, al mover las manos por costumbre, convoca sin querer una mariposa hecha de fuego.

Así, el arte moderno es una paradoja: quiere ser secular, pero bebe del manantial de lo sagrado, pretende desmitificar, pero no puede dejar de mirar con nostalgia hacia los altares rotos. Cada obra, cuando es verdadera, es una autopsia del mundo desencantado, sí, pero también un rito secreto, una invocación. El cuchillo del artista no corta para destruir, sino para revelar la llama interior, el resplandor que aún late bajo las ruinas.

Y si usted me pregunta qué es lo que hace que una obra sea auténtica, le responderé sin dudarlo: que vibre, que suene, que tenga dentro una chispa que ilumine aunque sea un segundo, que sugiera un mundo resucitado, aunque ese mundo no exista más que en la mirada del que contempla, y que sepa decir, sin palabras y sin dogmas, que todavía hay algo más allá del polvo, algo que brilla.

Porque el arte no es, no puede ser, sólo protesta. No basta con decir que este mundo está roto. Hay que mostrar cómo podría ser entero. Y esa visión, aunque sólo dure un instante, ese relámpago en mitad de la noche, es lo que da sentido a la obra, lo que la salva y lo que, en cierto modo, nos salva a nosotros.

El arte es eso: una vela encendida en el fondo de una cueva, un espejo roto en el que aún puede verse, por un segundo, el rostro de un dios olvidado, una frase escrita con el aliento en un cristal empañado. Y aunque ese aliento se evapore, aunque el cristal se empañe de nuevo, alguien, tal vez un niño, lo habrá leído. Y sabrá que hay algo más.

Eso es arte.

Eso es esperanza.

Eso es vida.

Y sigue ardiendo.

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