El arte es un fósforo encendido en la noche

Había una vez un mundo hecho de cemento, acero y carne dormida. Un mundo sin magia, sin dragones, sin hogueras encendidas en el corazón de los hombres. Era un mundo que caminaba, sí, que corría y fabricaba y encendía luces eléctricas, pero que había olvidado cómo encender las otras: las del alma. Y entonces, una mujer se detuvo en medio de la ciudad, de una ciudad cualquiera, hecha de avenidas largas como serpientes de vidrio, y colocó, con manos temblorosas pero firmes, una escultura. Algo pequeño, apenas una sombra de bronce y silencio en el vértigo de las bocinas de los automóviles. Y alguien se detuvo. Y luego otro. Y algo volvió a nacer.

Porque el arte, como lo soñaban los viejos profetas en la cima de las colinas, no es una respuesta. Es una pregunta lanzada como piedra al estanque del devenir. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué sentido tiene esta feria de máscaras que llamamos realidad? El arte no responde: tiembla, brilla, ruge, calla. Es una protesta y una promesa. Una promesa de que hay otro mundo escondido dentro de este, como el ave dentro de su huevo.

Los hombres ilustrados, esos señores de peluca blanca y relojes de bolsillo, creyeron que matarían a los dioses con la razón. “Luz”, decían, y encendían lámparas de gas mientras apagaban y escondían las velas de las catedrales. Pero el arte, como un niño travieso, se escapó de sus jaulas y volvió a hablar de milagros, de símbolos, de resurrecciones. No se puede pintar sin invocar, aunque sea en voz baja, la sombra de lo sagrado. Aun cuando uno intente hacer arte sin alma, el alma se cuela por las rendijas, como el polvo de las estrellas entra por las ventanas mal cerradas.

Eugenio Trías, o quien aquí glosa sus ideas a su manera incorrecta, diría que cada obra verdadera es una especie de ceremonia. Un fuego encendido en mitad del desierto de lo banal. No para calentar, no para explicar, sino para decir: “Aquí hubo alguien. Aquí alguien amó, temió, esperó”. El arte moderno, el verdadero, no destruye por odio, sino por hambre. Derriba las fachadas no para ver la nada detrás, sino para encontrar, en la grieta, un destello de lo eterno.

Sí, el arte corta, disecciona, sangra. Pero como los cirujanos de los viejos cuentos, lo hace para liberar al corazón atrapado en la piedra. Porque hay una resurrección en cada intervención sincera. No de los cuerpos, quizás, pero sí de los sentidos. En una ciudad sin aliento, el arte hace respirar otra vez. En un tiempo que ha perdido la memoria, el arte recuerda. Y cuando lo hace, su obra más humilde puede ser como una campanilla que suena en una iglesia olvidada. Una nota pura en medio del griterío del mundo.

Y entonces uno comprende, aunque no sepa decirlo con palabras, que el arte no ha muerto, porque lo sagrado tampoco ha muerto, porque donde no hay sacralidad, religión, no hay arte. Lo sagrado solo duerme. Solo se esconde, como los duendes en los cuentos. El arte lo busca. Y cuando lo halla, aunque sea por un segundo, aunque sea en una pincelada o en una pausa entre dos notas, entonces sucede el milagro: el instante se ilumina. El mundo, por un momento, se transfigura.

Ese es el oficio del arte. No consolar, no explicar, sino encender, afirmar. Hacer que el mundo diga: “Sí”, a pesar de todo. Como en Farenheit 451, donde los libros ardían y los hombres los memoraban para salvarlos, así también el arte es una llama que no se deja apagar. Y quien la contempla, aunque no entienda, aunque no sepa el nombre del escultor o del poeta, siente algo dentro que se despereza. Algo que dice: “Todavía es posible”. Todavía hay belleza. Todavía hay resurrección. Aunque sea en un instante. Aunque sea en el temblor de una forma que desaparece. Es la pulsión de lo divino, que no cesa.

Y eso basta. Eso salva. Eso es arte.

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