El autómata de san Alberto Magno

El Greco: Vista de Toledo. Se ve el artificio de Juanelo.

Mary W. Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, una obra gótica, se interesó, entre otros temas, por la síntesis de la urea a partir del isocianato de amonio, un compuesto inorgánico. Esta reflexión la llevó a cuestionar lo tenue que es la frontera entre lo vivo y lo inerte. En su retrato literario de Viktor Frankenstein, Shelley exploró el lado oscuro de la filosofía natural, una perspectiva que, quizá, halló reflejada en su propio personaje. El azar puso en manos del joven Frankenstein el De Occulta Philosophia de Cornelio Agripa, un texto igualmente inclinado hacia los saberes esotéricos. Impulsado por la pasión que la lectura de ese libro despertó en él, Frankenstein se sumergió no solo en sus páginas, sino también en las de autores como Paracelso y Alberto Magno. Resulta asombroso que en el siglo XVIII surgiera un discípulo lejano de este último, aquel hombre del siglo XIII, gran filósofo, teólogo, científico, además de obispo y diplomático, quien envió traductores a España para apropiarse del vasto conocimiento árabe hallado en las bibliotecas de las ciudades conquistadas a los musulmanes. Frankenstein, embebido en estos saberes antiguos, buscaba tanto la piedra filosofal como el elixir de la vida.

La leyenda del autómata de San Alberto Magno es una de las más cautivadoras de la Edad Media. San Alberto Magno (1193-1280), uno de los teólogos y filósofos más destacados de su época, fue también un profundo conocedor de las ciencias naturales. Según la tradición, además de su vasto saber en teología y filosofía, Alberto poseía habilidades de alquimista y un amplio dominio de la mecánica, astronomía y química. Se dice que estos conocimientos le permitieron crear un autómata, una suerte de androide o máquina mecánica, dotado de la capacidad de moverse y hablar.

Se dice que la máquina actuaba como asistente de San Alberto, recibiendo a los visitantes en su hogar, lo que provocaba asombro y admiración entre quienes presenciaban tal maravilla. Sin embargo, la leyenda culmina con un desenlace dramático: Santo Tomás de Aquino, célebre teólogo y filósofo, además de discípulo de San Alberto, habría destruido el autómata en un acceso de pavor o ira, creyendo que se trataba de un objeto diabólico o que no debía tener cabida en el mundo.

Aunque no existen pruebas históricas que confirmen la existencia de dicho autómata, esta leyenda refleja la profunda fascinación medieval por la idea de crear vida artificial mediante la ciencia y la alquimia. Un anhelo que, siglos más tarde, encontraría su expresión en conceptos más modernos de la robótica.

La fascinación por la creación de vida artificial no es exclusiva de la Edad Media cristiana. Herón de Alejandría, ingeniero y matemático del siglo I, ideó autómatas ingeniosos, como un sistema de puertas automáticas que se abrían al encender un fuego en el altar. En el siglo XII, Al-Jazari, ingeniero musulmán, diseñó relojes de agua y autómatas, como un barco con músicos mecánicos. Leonardo da Vinci, en el Renacimiento, concibió un caballero mecánico capaz de moverse y levantar su visor. En el siglo XVIII, Jacques de Vaucanson creó el famoso “Pato Digestivo”, que simulaba comer y digerir. Por su parte, Juanelo Turriano, ingeniero de la corte de Carlos V y Felipe II, diseñó el «Hombre de palo», un autómata que tocaba instrumentos, y el «Artificio de Juanelo», un sistema hidráulico que elevaba agua desde el río Tajo al Alcázar de Toledo, una obra maestra de la ingeniería, de la que da testimonio la pintura del Greco: un cuadro suyo que representa una vista de Toledo muestra el la obra de Turriano. Este hombre, con su dominio de la relojería y la mecánica, se convirtió en una figura clave de su tiempo, responsable también de la conservación del complejo Reloj Astronómico de Carlos V.

Pero lo que yo querría entender es el motivo del pavor que sintió Tomás de Aquino al ver el autómata de su maestro Alberto el Magno. Es probable que el hecho sea legendario, pero no importa a mi propósito, pues la leyenda ya habría recogido ese pavor que subsiste entre nosotros.

Eso queda para el próximo artículo.

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