Sean dos batallas, una que fue decisiva en la historia de España y la cristiandad general, ahora llamada Europa u Occidente, y otra de la Primera Guerra Mundial, que ha sido justamente olvidada por insignificante, para llegar a una conclusión, que es en verdad el planteamiento de un problema: ¿por qué los hombres prestaban una obediencia menor que ahora a sus dirigentes?
La primera es la de las Navas de Tolosa, cuyo aniversario se celebra el 16 de julio. En los días previos todos sabían que estaba a punto de producirse uno de los grandes acontecimientos que deciden el destino de un país, dice Modesto Lafuente. El mundo cristiano dirigía su mirada con angustia a España. Toda la población de Roma había ayunado durante tres días, tañían las campanas de las iglesias, las mujeres caminaban descalzas y de luto. Era el día que sigue a la pascua de la Trinidad, el 23 de mayo de 1212, hace 812 años. Monjes, canónigos, párrocos, pueblo llano, todos iban en procesión al encuentro del Papa Inocencio III, quien, en compañía de los cardenales y de toda la corte pontificia, con sus obispos y prelados, encabezó la marcha, después de haber tomado con gran ceremonia el Lignum crucis, hacia la residencia del cardenal Albani, desde uno de cuyos balcones dirigió una sentida alocución al pueblo.
El Pontífice, a petición de Alfonso VIII de Castilla y gracias a la intermediación del Arzobispo de Toledo, había concedido indulgencia plenaria a todos cuantos fueran a luchar contra los enemigos de la fe cristiana y por ello había juzgado conveniente reunir al pueblo de Roma para impetrar la misericordia del Señor. Luego celebró una misa solemne, después de la cual marcharon todos descalzos a la Santa Cruz. La cristiandad estaba en vilo. Grande debía ser la importancia que daba a la empresa acometida por España.
La batalla se libró entre los días 15 y 16 de julio de 1212. Concurrieron a ella, por el lado cristiano, el Reino de Castilla, la Corona de Aragón, el Reino de Navarra, la Orden de Santiago, la de Calatrava, los Caballeros Templarios, los Caballeros Hospitalarios, además de voluntarios franceses, leoneses, portugueses y occitanos. Cada una de estas fuerzas tenía su propio comandante. La concesión papal de cruzada para esta campaña facilitó que acudieran tropas ajenas al Reino de Castilla. Por el lado musulmán estaba Muhammad an-Nasir, llamado Miramamolín por los cristianos.
El propio Alfonso tardó más de un año en juntar sus tropas. Para los demás contingentes, tuvo que llegar a acuerdos: con Aragón, Navarra, las órdenes militares, diversos señoríos, etc. Su propio ejército estaba compuesto de su guardia personal, las milicias concejiles de Medina del Campo, Segovia, Valladolid, Medinaceli y otras, junto a las mesnadas de los señores, de entre 20 y 100 caballeros cada una. Algo similar sucedió con los reyes Sancho VII de Navarra y Pedro II de Aragón. Los monarcas medievales carecían de poder para reclutar ejércitos por sí mismos.
Pocas veces se habían unido tantos contendientes para hacer la guerra. No obstante, el resultado fue exiguo, en particular si se juzga con criterios modernos, pues los cálculos más aproximados a la realidad, partiendo del hecho de que las tropas cristianas en conjunto ocupaban dos hectáreas y media los días anteriores a la batalla, cifran la cantidad de guerreros cristianos en unos cuatro mil hombres a caballo y ocho mil infantes. De todos ellos cayeron en combate no más de treinta.
Del lado musulmán hay que contar casi el doble, unos veinte mil. Entre ellos estaba el ejército regular, existente ya en el califato, profesionalizado y dependiente del emir, procedente de reclutamientos forzosos y voluntarios yihadistas. Componían el ejército regular algunas tribus bereberes, almorávides, andalusíes, kurdos, esclavos negros y mercenarios cristianos. Los reclutamientos forzosos aparecerían en la cristiandad cuatro o cinco siglos más tarde, según los países.
Aun así, las fuerzas cristianas y musulmanas eran enormes para aquel tiempo, pues un ejército casi nunca llegaba a tres mil hombres. Se juzgaba que cuando mil eran caballeros y dos mil infantes, el ejército era poderoso. Lo más corriente, sin embargo, era que una batalla contara con no más de unos pocos cientos de hombres a caballo en cada bando. Luego la idea, tan extendida, de la Edad Media como un periodo violento es una idea falsa. Para que el Poder fuera capaz de ejercer violencia tenían que llegar las monarquías absolutas, que prepararon el terreno a las revoluciones posteriores, la de 1789 y la de 1917. Éstas dieron lugar a los verdaderos absolutismos, pero ya sin rey.
Los reyes medievales, se ha dicho (D. Negro), reinaban sobre un «campo de pirámides», de señoríos a cuya cabeza había alguien que sí disponía de esa capacidad sobre los suyos. Les unía la fe en Cristo, no las ideologías, que tardarían muchos siglos en nacer. A ella había que recurrir cuando se pretendía llevar a cabo una tarea que requiriera la acción conjunta. Cuando Alfonso VIII libró la batalla de Alarcos fue vencido porque contó con poca ayuda. Para derrotar al moro necesitó convocar a todos al amparo de la fe. El primero, al Papa, que detentaba la autoridad espiritual. Ahí radica una parte importante del problema: el Papa tenía autoridad espiritual y el rey tenía poder, aunque escaso. Es una distinción que empezó a perderse en la Edad Moderna y se perdió del todo en la Contemporánea. Y, al perderse, la historia asistió a las grandes guerras de nuestro tiempo, tan devastadoras a veces que apenas hay diferencia entre ganarlas y perderlas. No quiere esto decir que la guerra total sobreviniera por causa de la pérdida de la distinción entre auctoritas espiritual y potestas política, pero algo tuvo que ver.
La segunda batalla, de la que sólo es preciso hacer una breve mención es la de Ypern, o de Passchendaele, en el año 1917: duró diecinueve días, el ejército inglés empleó 321 trenes completos de munición de artillería, el equivalente a la producción de una fábrica de 55.000 obreros durante un año, y perdió 370.000 hombres para conquistar un terreno enfangado, carente de utilidad militar, de unos 116 kms. cuadrados.
Parece evidente que la guerra antigua y la moderna no son siquiera especies del mismo género, sino géneros distintos de confrontación entre grupos.
Es evidente también que los hombres de hoy rinden una obediencia mayor que los de antes a sus dirigentes. El por qué requiere un estudio más largo, pero la respuesta ya está sugerida: los reyes mandaban antes sobre un campo de pirámides, mientras que los presidentes de las naciones mandan hoy sobre el pueblo llano, es decir, sobre una población que ha sido previamente allanada.