Menosprecian la tecnología porque, dicen, es mera práctica. La labor del intelecto puro es superior, según ellos. Más aún ahora, que la información troceada que llega a través de las redes entorpece las inteligencias. Pero no tienen en consideración algunos puntos importantes.
No parecen tener en cuenta que la tecnología es acción, sí, pero es también pensamiento. Siempre se ha introducido en la práctica de los grupos humanos al tiempo que ha formado parte de la serie de figuraciones e imágenes con que los hombres interpretan, justifican, rechazan, aceptan, viven… el mundo y a sí mismos. No es infrecuente que las figuraciones tecnológicas, provistas siempre de un lugar prefijado en el vasto universo de los símbolos, representen en él males por venir, infracciones del orden natural que no pueden quedar impunes…
Así lo atestiguan algunas noticias sobre los pueblos primitivos, que cuentan el temor suscitado en el aborigen de la Edad de la Piedra por el dominio del fuego[1]. Y lo atestiguan también algunos mitos importantes, como el de Prometeo, expresión simbólica de una usurpación del poder de los dioses y del castigo implacable de la Moira, que acecha en lo oscuro. Mas éste es un antiguo mito neolítico, pues alude a la ruptura de un orden anterior a la iniciación del camino de la Historia, lo que debería bastar para comprender que, pese a representar con acierto ese sentimiento ambiguo de temor y admiración por la tecnología que todavía embarga a nuestro tiempo, no es propiamente un mito de nuestro tiempo.
Presagios, prospecciones hacia el futuro, augurios. La aparición de cualquier técnica importante siempre ha estado acompañada de todas esas creencias. Y todo eso no es práctica, sino pensamiento.
Todo lo cual halla una expresión más minuciosa en un pasaje no carente de ironía y paradoja de un filósofo racionalista hacedor de mitos: Platón. Según “una tradición que viene de los antiguos”, dice en el Fedro[2] , Theuth presentó un día al dios Ammón sus siete inventos: “el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos de damas y dados y las letras”. Los juegos de damas y dados no merecen juicio alguno por parte de Platón, pero de los cuatro primeros descubrimientos sabemos por otros escritos que acaso habrían bastado para que considerase a su autor uno de los dioses más grandes del panteón egipcio, superior con mucho a Prometeo en el olímpico, porque éste se limitó a enseñar a los hombres el arte del herrero, un trabajo propio de artesanos e indigno de ser comparado al estudio de los números o de los movimientos de los astros en el cielo.
Y, por último, no cabía esperar que Ammón emitiese un juicio tan severo contra la escritura. Forjada para hacer más sabios a los hombres, dijo, sólo habrá de lograr el objetivo contrario, haciéndolos más ignorantes y, por tanto, más insolentes, porque la letra escrita les hará presumir de lo que carecen: de sabiduría. La escritura es útil para el recuerdo, no para la memoria, añadió, porque, al contrario que las razones serias y firmes, siempre afirma lo mismo y no distingue quiénes son sus receptores y si les concierne o no lo que con ella se dice. Sus signos son palabras pétreas para pensamientos alados, en tanto que el discurso vivo y animado del sabio está escrito en su alma, no en la tablilla o el pergamino. Imagen borrosa de éste, la escritura no debe tomarse en serio. Por eso el hombre sabio no ve en ella más que un entretenimiento para el tiempo de descanso. Sólo durante ese tiempo se habrá de dedicar a la siembra de jardines de letras, por si al llegar la vejez del olvido puede echar mano de ellos a modo de recordatorios y fórmulas. Esta fútil razón tal vez baste para alegrarse viéndolos crecer, pero en las horas de verdadera actividad se dedicará al pensamiento.
¿Qué diría Ammón no ya de la escritura en pergaminos, papiros o tablillas de cera, sino en pantallas de ordenadores, teléfonos móviles, tablets y demás? Una escritura fugaz, tan volátil como las palabras, aunque fijada en códigos de unos y ceros?
[1] V. Heusch, L., Pourquoi l’epouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971.
[2] Platón, Fedro, 274b – 277c.