El mito de la desigualdad

Entre los clamores más repetidos en las plazas virtuales de nuestro siglo se cuenta el de una desigualdad rampante, que, cual Leviatán renacido, vendría a devorar las esperanzas de una clase media menguante, y a postrar las democracias bajo el yugo invisible de una nueva oligarquía. Este juicio, que seduce a muchos por su patetismo y su color de tragedia, merece, empero, ser examinado con lente filosófica y econométrica, antes de que se le otorgue el rango de axioma primero.

El señor Waldenström, en reciente escrito, desbarata con medido pulso esa narración de calamidad, mostrando que las sociedades occidentales, lejos de hundirse en desigualdad creciente, han alcanzado cotas de equidad y bienestar que las generaciones pasadas no hubieran osado imaginar. No niega con ello los focos de pobreza persistente, ni la concentración de fortunas en la cima del orden económico, sino que recuerda cuán equívoco resulta fundar una doctrina sobre mediciones parciales o sobre la exaltación de casos extremos.

Es menester, dice, considerar la totalidad del cuerpo económico: impuestos, transferencias, propiedad de vivienda, pensiones, movilidad intergeneracional. Así, el cuadro muta. La casa media, que antaño apenas albergaba una radio, alberga hoy tecnología, calefacción, saberes universitarios y derechos patrimoniales. El capital, otrora feudo de pocos, se halla ahora disperso en millones de cuentas de pensión, fondos indexados y propiedades residenciales.

Mas no falta quien, guiado por tablas de recaudación fiscal o por los ingresos antes de tributar, traza curvas de desigualdad ascendentes desde la década de 1980, cual si dicha fecha marcara un éxodo hacia un Egipto de plutócratas. Ignoran, por lo general, que aquel punto de partida corresponde a un momento de desigualdad inusualmente baja, fruto de circunstancias históricas irrepetibles: guerras, inflación, y fiscalidades confiscatorias. Asimismo, pasan por alto el efecto redistributivo de los sistemas de salud, educación y pensiones, que corrigen severamente las aparentes brechas en los ingresos brutos.

Una noción más justa de la desigualdad, arguye el autor, reconoce tres hechos cardinales: la generalización del capital privado, la estabilización de la concentración de riqueza y la movilidad de los individuos a lo largo de la vida. Esos que hoy se hallan en el decil inferior, con frecuencia ascienden con los años; y quienes se hallan en la cumbre, también pueden descender. Las pensiones acumuladas, los beneficios sanitarios y educativos, y las transferencias sociales, al ser incorporadas como ingresos en especie, alteran no poco las métricas simplistas.

Esta lectura, lejos de ser una defensa cerrada del statu quo, invita a evitar el remedio que se convierte en enfermedad. Gravar el patrimonio ilíquido lleva a la descapitalización de empresas familiares; desincentivar la inversión sofoca la innovación; y sobredimensionar el Estado, sin base fiscal firme, genera dependencia sin prosperidad. La historia de Occidente no es la tragedia de unos pocos que se hacen ricos, sino la epopeya de muchos que han salido de la penuria.

Lo que se impone, pues, es una agenda que ensanche los canales de participación patrimonial: acceso a vivienda, educación de calidad, fondos comunes de inversión, competencia real y regulación razonable. Se ha de proteger la integridad institucional, no denostar el éxito. Se ha de promover el crecimiento inclusivo, no nivelar por lo bajo. Se ha de recordar que el abuelo sin antibóticos, sin calefacción ni enseñanza, es el ayer de la multitud, y que el presente, pese a sus sombras, es luz en comparación.

Así habla la filosofía económica cuando se viste con la toga del discernimiento, y no con el sayal de la queja ideológica.

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