La imagen física prevaleciente entre los antiguos procede de Eudoxo de Cnido (390 a. C. – 337 a. C.), Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.) y Ptolomeo (100 d. C. – 170 d. C.), cuya autoridad hizo que se prolongara durante un largo periodo de más de mil años. Alguna excepción, como las Demócrito, Lucrecio y Epicuro, no rompió la continuidad de esta línea.
La Tierra es un globo flotando en el centro de un sistema de esferas concéntricas que giran en perfecto orden y regularidad. Este globo hecho de aire, agua, tierra y fuego, es lo más impuro. Por encima están las esferas de éter, quinta esencia pura y divina, de la luna, el Sol y los cinco planetas, todas circundadas por la octava esfera, que en sus veinticuatro horas de perfecta revolución traslada consigo las estrellas fijas, prendidas en su interior como el fresco del Juicio Universal de Vasari y Zuccari en la cúpula de la catedral de Florencia, de Brunelleschi, la reina del cielo florentino. El orden del todo es divino, excepto en el interior terrestre, y su movimiento es propio, sin necesidad de que nada ni nadie lo mueva, porque es un ser vivo, el Ser Viviente.
Esta cosmovisión fue aceptada por todos, salvo los materialistas citados más arriba. Aristóteles había introducido una distinción entre lo infralunar y lo supralunar que fue aceptada también por todos. Por encima de la Luna estaban los cielos inmutables, “orden sobre orden, hueste de ley inalterable”, por debajo quedaba este mundo terrestre nuestro, el reino del cambio, el azar y la muerte. Si estaba en el centro del sistema era por su peso. Los demás seres eran ingrávidos. Por último, era demasiado pequeño en comparación con la totalidad: un punto inapreciable que ponía de manifiesto la inutilidad de los anhelos humanos. Se observa en Cicerón, Séneca, Celso, Lucano y, sobre todo, en Marco Aurelio, que escribió para sí mismo y no por el afán de seguir alguna moda reinante. Como la Tierra es un punto en el espacio, la vida del hombre es un punto en el tiempo y sus obras son “humo y nada”. Se asemeja a Abrahán cuando se dirige a su Dios: “polvo y ceniza”. Dodds recuerda otras expresiones del emperador filósofo, el “individuo en medio de su soledad”, el que logró importantes victorias sobre los sármatas, de las que, lejos ocasionarle orgullo, le hacían pensar en la “satisfacción de la araña que acaba de atrapar una mosca”. El ruido de las armas no era para él más que “una riña de cachorros por un hueso”. La condición humana carece de interés. Lo que los hombres emprendan, sus hazañas y acciones gloriosas, no son cosas reales en verdad.
Es como todos fueran marionetas en el vasto escenario del mundo. Parece que estuviera evocando a Platón, cuando este filósofo decía en Las leyes que somos muñecos producidos por Dios “con un mínimo de realidad”. En todo caso, el estoicismo posterior a Crisipo utiliza con profusión esta metáfora, que volverá con una fuerza poética insuperable en La vida es sueño y El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca:
“Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende”[2].
[2] Calderón de la Barca, P., La vida es sueño, Jornada 3, escena 19 (monólogo de Segismundo)
